viernes, 2 de abril de 2010

El berrinche de Cristo


La calle es besada allá afuera por una lluvia fina. La sala, vacía de ruidos, no es más que una jaula demasiado pequeña para este hombre que no deja de sentir. Camina de un lado al otro. Se detiene frente a la ventana y observa su reflejo. “¡No me lo merezco!”, grita. Abre la ventana, y algunas osadas gotas le mojan la piel. Ángel ama. Nada más qué decir. Ángel ama.

El sentimiento más digno del ser humano lo convierte en un ser aborrecible. ¿Qué es amar para él, más que abrazar frenéticamente el puñal que lo asesina? Mientras él piensa en Beatriz, cálido y solitario en su apartamento, ella se entrega a los placeres del bajo vientre con otro. Él lo sabe. Ella no engaña. Sólo se limita a disfrazar su ligereza con los trillados mantos de la inevitabilidad.

--¿Crees que si no te amara estaría contigo?
-- No te entiendo. Eso no es amar, estás consciente de que me estás hiriendo.
-- ¡Pero soy honesta!
-- ¿Y de qué me sirve? Igual me estás matando.
-- Ángel, por favor, no seas dramático. Yo estoy contigo, estoy aquí.
-- Pero tienes a otro...
-- ¡Eso es sólo sexo, vale!
-- ¿Y debería alegrarme?
-- ¿Cuántas veces hemos dicho que si algo no funciona le tenemos que buscar solución? Hace tiempo ya que no servimos para nada en la cama. ¿Qué quieres que haga?
-- ¿Esa es tu solución? ¿No podemos hablarlo y buscar entre los dos una manera de hacerlo funcionar?
-- El sexo es una vaina de química, no de conversación.

Él se conforma. Es verdad, la tiene consigo. El otro la disfruta, pero él tiene su corazón. O al menos eso dice ella. Con eso debería bastar.

La lluvia no cesa, y él siente un poco de angustia pensando que tal vez Beatriz haya quedado atrapada en casa de su amante sin poder salir. Ángel solía ser un buen cristiano, y por nada del mundo desearía que Beatriz se mojara para llegar a él. Eso sería desearle mal, y esos deseos se devuelven. Peor todavía: Dios lo sabe, y no lo perdona. Si tan sólo ella oyese sus pensamientos, el saberse amada de tal modo le haría olvidar la piel.

-- ¿Estás bien? ¿Te agarró la lluvia?
-- Ya voy a ir para allá, tranquilo.
-- ¿Quieres que vaya a buscarte?
-- Quédate tranquilo que ya voy.
-- Te amo
-- Ajá.

Ángel cuelga el teléfono y se recuesta en el sofá. Entrecierra los ojos y hurga en su mente buscando algo que lo distraiga. Deja que el sonido tenue de la lluvia interrumpa su búsqueda. Ese sonido...

En los parajes angustiosos que dibujan sus sueños, divisa a lo lejos al mismísimo Jesucristo. No está vivo. Lo parece, pero no lo está. Es sólo un retrato. Ángel reconoce los trazos y los colores, implacables, definitivos. Es la presencia inmisericorde del Cristo castigador en el Juicio Final de Miguel Ángel. Y la Vírgen, con su mirada cándida y sumisa, quizás ruega por el perdón de algunos. Pero la ira de Cristo no mengua. Las voces desesperadas de la humanidad toda se apagan en un mudo gemido mientras el brazo del mayor de los hermanos se alza con determinación. Caerá el golpe. Todos morirán por segunda vez y para toda la eternidad, aplastados por semejante mano.

Casi puede escuchar la voz de María, avergonzada por el comportamiento de su hijo. ¡Es un malcriado! Mira que molestarse a tal punto por unos cuantos pecadillos. Es la misma voz de Beatriz. Pero Cristo es más grande, y está molesto de verdad. Puede notarse a leguas el miedo de María. De Beatriz. Jesús va a soltar el primer golpe contra los humanos, pero luego volteará y armará el mayor de los berrinches, y quizás también golpee a María por estar defendiendo lo indefendible. Tal vez le suelte una patada con esas piernas gordas y pesadas. Bien merecido que se lo tiene. ¡A ver si no lo va a dejar seguir castigando a sus pecadores! Porque esos son sus
pecadores, y que quede claro.

La puerta se abre, y el sonido despierta a Ángel.

-- ¿Viste que vine rápido, mi amor?
-- ¡Vete a la mierda!

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